Vivimos
en un mundo que nos impone innegablemente a ser felices, aprovechar el tiempo,
negar emociones inherentes al ser humano como la desidia, el odio, el enfado o
la ira. Mantiene enlatadas y bajo llave cuestiones emocionalmente humanas, al
precio de sentirse raro, desviado, loco… Cuando alguien tiene el valor de
mostrar las lágrimas ocurre que nos bombardean con mensajes contradictorios
entre el consuelo y la negación, con el objetivo de tapar y taponar los
sentimientos, sin dejarlos fluir y salir sanamente. Todas esas emociones
manifestadas en lágrimas se guardan pero no se olvida, con el paso del tiempo y la repetición se
enquistan en algún lugar de nuestro inconsciente, dando lugar a otro tipo de
síntomas que distan enormemente con lo que un día nos pasó. Así, todo síntoma
parece no guardar relación con ningún malestar emocional, perdemos el contacto
de nuestras emociones arrojándolas al cuerpo automáticamente, y es entonces donde
echamos manos de la medicina y los fármacos. Problemas de insomnio, dolores de
cabeza, de espalda, caída del pelo, vernos más o menos feos, engordar o
adelgazar…y un sinfín de somatizaciones que nos llevan a un mal estar crónico
dependientes y penitentes de nuestro pasado ocupando y dificultando el
presente. Así, nuestras metas, deseos, ilusiones, van quedando poco a poco
mermados, quebrados, como si los hubiéramos guardado en un baúl creyendo que
son cosas del pasado resignándonos a olvidarlas. El pasado siempre vuelve, y el
cuerpo grita lo que la mente calla.
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